Del idioma que algunos atesoran
le dieron de limosna una palabra
para pedir su pan y otra para dar gracias.
Ninguna para el diĂ¡logo.
El domador, con lĂ¡tigo y revĂ³lveres,
le enseña a hacer piruetas divertidas,
pero no a erguirse, no a romper la jaula,
y lo premia con una palmada sobre el lomo.
Aunque son tantos (nunca se acabarĂ¡n, prometen
las profecĂas) cada uno
cree que es el Ăºltimo sobreviviente
-despuĂ©s de la catĂ¡strofe- de una especie extinguida.
AllĂ estĂ¡; receptĂ¡culo
de la curiosidad incrédula, del odio,
del llanto compasivo, del temor.
Como una luz nos hace
cerrar violentamente los ojos y volvernos
hacia lo que se puede comprender.
Nadie, aunque algunos juren en el templo, en la esquina,
desde la silla del poder o sobre
el estrado del juez, nadie es igual
al pobre ni es hermano de los pobres.
Hay distancia. hay la misma extrañeza interrogante
que ante lo mineral. Hay la inquietud
que suscita un axioma falso. Hay
la alarma, y aun la risa,
de cuando contemplamos
nuestra caricatura, nuestro ayer en un simio.
Y hay algo mĂ¡s. El puño se nos cierra
para oprimir; y el alma
para rechazar lejos al intruso.
¡QuĂ© nĂ¡usea repentina
(su figura, mi horror)
por lo que deberĂa ser un hombre y no es!